La falacia de los científicos que creen en seres imaginarios

Francis Collins, científico religioso | Ximinia

Las afirmaciones sin pruebas o las disparatadas invenciones no pueden ser mantenidas y mucho menos confirmadas aunque las pretendan apoyar todos los premios Nobel del mundo reunidos en concilio.

En el eterno debate entre ciencia y religión que en la actualidad se escenifica de forma recurrente en blogs y en foros diversos, uno de los argumentos más habituales a los que apelan los creyentes en defensa de su particular superstición es el argumento de autoridad. En cuanto se les muestra que ciencia y religión son absolutamente incompatibles, los piadosos contertulios despliegan una lista más o menos larga de pensadores, filósofos e incluso científicos con supuestas o incluso verdaderas creencias religiosas. Y la respuesta que hay que darles siempre debe ser la misma: ¿y qué?

Porque ¿qué más da que algunas de las mentes más brillantes que ha dado nuestra especie defiendan hechos erróneos con falsas argumentaciones? Ya que (aunque los creyentes no puedan ni siquiera imaginárselo dentro de sus limitadas mentes destruidas y anuladas por el virus de la fe y por la humillada sumisión intelectual a la superstición) en ciencia hay un axioma absolutamente claro por encima de cualquier otra consideración: las afirmaciones sin pruebas o las disparatadas invenciones no pueden ser mantenidas y mucho menos confirmadas aunque las pretendan apoyar todos los premios Nobel del mundo reunidos en concilio.

Así, repasando un poco la historia enseguida aparecen multitud de ejemplos en donde los descubrimientos o invenciones de las grandes mentes perviven y han sido incorporados al corpus científico actual mientras que los errores, fantasías o incluso las locuras (que de todo hay en el variado mundo científico) de esos mismos brillantes cerebros han sido rotundamente descartados sin que por ello dejemos de asombrarnos por la intuición o la inteligencia desarrolladas por esos grandes hombres a la hora de desvelar los misterios de la naturaleza. Y ello es debido al uso continuado de la más poderosa herramienta de control y perfeccionamiento de la que disponen tanto la ciencia como el intelecto humanos: el método científico.

Así, los grandes logros de Isaac Newton en matemáticas o física no han sido empañados ni por su desmedida afición a la alquimia ni por su extrema religiosidad, ya que dedicó mucho más tiempo y esfuerzos en su vida a la teología que a la ciencia. Imaginen si en lugar de perder el tiempo en supersticiones varias hubiera dedicado todo su increíble intelecto a la investigación.

El también matemático y astrónomo Johannes Kepler enunció sus inmortales tres leyes aún cuando sus obras sobre astronomía están repletas de escritos sobre cómo el espacio y los cuerpos celestes “se relacionan” con la Trinidad cristiana. Bien es verdad que estos ejemplos junto con la gran mayoría de los científicos creyentes pertenecen al pasado, a épocas pretéritas, en las cuales no sólo era impensable el ateísmo sino incluso la más mínima sospecha de increencia o herejía. Pero incluso aún hoy mismo y aunque sean una minoría, se pueden encontrar algunos buenos o incluso brillantes científicos profundamente religiosos, apegados a los increíbles e irracionales dogmas de su particular fe.

Pero estos investigadores que han abjurado del propio método científico en este particular tema no pueden dar credibilidad alguna a la religión en general o a la creencia en particular que profesen, ya que, por supuesto, estos científicos religiosos cubren todo el espectro posible de la fértil inventiva supersticiosa: los hay cristianos de las más diversas variantes, budistas, hinduistas, musulmanes, seguidores de Iahvé o sintoístas. Por poder seguro que existen en el mundo científicos animistas, testigos de Jehová o cienciólogos.

Desde luego que si buscamos con ahínco muy probablemente encontraremos algún científico que crea en la astrología, en las abducciones extraterrestres o que practique el batmanismo. Yo personalmente conozco a uno que cree en el Reiki y en el alineamiento de los chacras. Pero, por supuesto, estas irracionales creencias no pasan a ser creíbles o verídicas porque el último premio Nobel de Medicina o Química nos lo asegure con total seriedad.

En este tipo de discusiones con creyentes yo siempre pongo el mismo ejemplo. En el mundo trabajan miles de profesionales de la medicina (cirujanos, médicos en general o enfermeros) que son fumadores habituales, incluso algunos de ellos (para mayor sorpresa) son oncólogos o neumólogos. Pero aún así no por ello es menos cierto que el tabaquismo es una de las principales causas del cáncer de pulmón.

Así que ya saben creyentes en las más variopintas religiones (y ya puestos también: negacionistas del SIDA, defensores del movimiento antivacunas y demás creyentes en las más diversas teorías de la conspiración), presenten pruebas fehacientes en defensa de sus argumentos y, mientras tanto, por favor no intoxiquen las discusiones con las elucubraciones esotérico-místicas del último premio Nobel, que algunos están ya muy mayores y requieren de mucha paz y sosiego.

William D. Phillips, premio Nobel de Ciencia y cristiano | Ximinia



Este artículo fue escrito por ateo666666 y originalmente publicado en La Ciencia y sus Demonios.


La falacia de los científicos que creen en seres imaginarios La falacia de los científicos que creen en seres imaginarios Reviewed by José L. Bravo on 8:43 p.m. Rating: 5

2 comentarios:

  1. Pobre José Bravo, ya está de gratis escribiendo, con razón Carl Sagan dijo que el ateísmo es una estupidez y vaya que tiene razón más aún después de leer tu post.

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. No entendí eso de "estar escribiendo de gratis". ¿Y cuándo dijo eso Carl Sagan? Y no me extraña que utilices a un científico para defender a tus amigos imaginarios; típico de los creyentes.

      Sagan no creía en Dios, pero cuando hablaba de sí mismo, rechazaba el término «ateo» porque para él implicaba el conocimiento cierto de que Dios no existe, un conocimiento que sencillamente no estaba a su alcance. Así pues, prefería definirse como «agnóstico». Sin embargo, su discurso no era exactamente el de un agnóstico. Según sus allegados, Carl Sagan era «ateo en todo excepto en el nombre», lo cual es una buena definición de su actitud. Su amigo David Grinspoon, por ejemplo, diría que en la práctica Sagan era prácticamente indistinguible de un ateo que use ese término para definirse.

      Su actitud podía parecer contradictoria, pero lo era más que nada a niveles semánticos. Sagan no creía en Dios y con frecuencia calificó el concepto de un Dios personalizado, como el que se venera en casi todas las religiones, de pura fantasía. En su discurso el término «religión» aparecía generalmente acompañado de otros como «superstición», «mitología» y «folclore»; no como sinónimo hay que decir, pero sí en una yuxtaposición que difícilmente podía tener algo de casual. Es más: en sus últimos años, cuando era consciente de que la enfermedad podía llevárselo a la tumba, se preocupó muy mucho de dejar claro que no había comenzado a creer en Dios o en una vida ultramundana ni aun con la perspectiva de una muerte cercana. Incluso sabemos, gracias a su correspondencia publicada póstumamente, de su disgusto cuando alguno de sus colegas científicos consideraba la idea de abrazar la fe en algún dios. Si algo así sucedía, Sagan le enviaba una carta repleta de razones por las que consideraba intelectualmente indefendible la creencia en un dios personal.

      El autoproclamado agnosticismo de Sagan era pues más un posicionamiento público que una creencia íntima. Y la gente lo sabía, porque en su mensaje planeaba constantemente una concepción atea del mundo. Conforme crecía su fama lo hacían también las interpelaciones de personas creyentes que discutían sus ideas, incluso ocasionalmente las amenazas de algunos fanáticos religiosos. A menudo lo invitaban a encuentros organizados por asociaciones religiosas para que su opinión sirviera de contraste, pero Sagan era extraordinariamente escrupuloso a la hora de aceptar. En una ocasión declinó participar en un congreso titulado «¿Cómo encontrar a Dios?» porque, como decía en su carta de rechazo, el título del congreso daba a entender que la existencia de Dios era un hecho probado independientemente de las conclusiones a las que se pudiera llegar durante el susodicho congreso. Sagan fue uno de los más notorios representantes del pensamiento escéptico, entendiendo como tal la no aceptación de la certeza de un hecho sin las necesarias evidencias que la sostengan, y acostumbraba a repetir el principio de que «afirmaciones extraordinarias requieren evidencias extraordinarias». Aun así, como en muchos otros asuntos, Sagan primaba la ponderación. Pese a manifestar una y otra vez su desaprobación intelectual hacia cualquier tipo de pensamiento mágico, incluyendo el de las grandes religiones, recordaba que mientras hubiese una pequeña posibilidad de que existiese un dios, él no se sentía capacitado para descartarla. Pero, al mismo tiempo, disimulaba mal su concepción de la religión como mera superchería y de manera parecida a Arthur C. Clarke confiaba —o deseaba confiar— en que el avance del conocimiento científico pusiera a las religiones en recesión de una manera progresiva y natural.

      Borrar

Con tecnología de Blogger.